HEMOS SUPERADO EL PRIMER fin de semana de campaña, ya queda menos para el 23M, el día en el que podremos volver a mirar farolas, autobuses o carteles publicitarios sin que nos ardan los ojos y cuando dejarán de abordarnos en la calle para mentirnos con impunidad y alevosía. Esta campaña electoral no sólo sirve para comprobar cómo en España la más alta instancia judicial ya no es ni tribunal ni constitucional, sino para cerciorarnos de que la grandeza del municipalismo se ha evacuado por las alcantarillas de nuestras ciudades.
Intuyendo la que se les viene encima, o más bien la de afiliados que se van a caer de sus poltronas, en el PSOE se han hartado de pedirnos que votemos pensando en clave municipal. Quieren que dejemos de lado a Zapatero y a su corte para analizar la obra de gobierno de los alcaldes o presidentes autonómicos. No está mal la idea. Sería coherente si sus propios candidatos no se lanzaran a prometer o a mentir, que de casta le viene al galgo, para sumar votos. Es grotesco que la otrora grandeza de las elecciones municipales haya sido escombrada por unos y otros para transformar a estos comicios en un arma arrojadiza más para las hordas de Ferraz y Génova.
Si se presta la más mínima atención a los eslóganes que cuelgan de nuestras farolas, esas que se han modernizado a precio de oro –o de barril Brent- gracias al Plan E, nos damos cuenta de que no hay ni una sola verdad. Es un decálogo, o quizá hasta más, de los próximos incumplimientos de nuestros ediles. No por ellos, sino porque lo que están prometiendo sencillamente escapa de sus ámbitos competenciales. En este caso del de los ayuntamientos. Nada podrán hacer, por mucho empeño que le pongan.
Paseando por mi ciudad natal, Rubí (un enclave del cinturón industrial de Barcelona y con muchísimo interés demoscópico), he contado las mentiras que los alcaldables prometen. “Buscaré el pleno empleo” dice alguien, “no toleraré recortes sociales”, proclama otro. Mentiras. Buenas intenciones como mucho. El ayuntamiento de Rubí no puede hacer nada para garantizar el pleno empleo ni evitar los recortes sociales que vendrán impuestos, gusten o no.
Nadie en Rubí, ni en todo el Vallès Occidental (su comarca) explica cómo van a reconducir el estado ruinoso en el que se encuentran este y la mayoría de los consistorios. Tampoco nadie cuenta cómo van a ponerse al día con sus proveedores, en su mayoría pymes y autónomos del mismo municipio. Ni siquiera se intuye el más mínimo atisbo de realidad en los programas electorales y siguen prometiendo polideportivos y otras lindeces. No cuentan cómo van a pagarlas.
En los años setenta, el municipalismo fue el cemento de la democracia. Estas instituciones actuaron de avanzadilla y durante años han garantizado, aunque no les correspondiera, el bienestar de sus ciudadanos. Han inflamando el gasto público y por lo tanto alimentando su deuda porque nadie se ha molestado en acertar en una financiación ni en fijar sus competencias. Las sucesivas burbujas han camuflado la situación. Ahora, muerto el ladrillazo y despeñada la principal fuente de ingresos de los municipios, siguen sin darse por aludidos. En estas elecciones, este debate sigue sin tratarse. Ni se solucionará tampoco en la próxima legislatura.
Hoy los partidos sólo quieren a los ayuntamientos como meros recolectores de votos. Nos piden que pensemos en nuestros alcaldables para votar, pero el 23M los resultados sólo se interpretarán en clave general. No servirán para nada más. Como los eslóganes que vemos estos días. Quítese al candidato de turno y póngase a Rajoy o a Zapatero. ¿Alguna diferencia? Ninguna, y es que las farolas no mienten.
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