FUE GOETHE QUIEN, EN su lecho de muerte, a punto de expirar, exclamó aquello de “¡luz! ¡más luz!”. Según se cuenta, había en la habitación, acompañando al poeta, algún avispado que quiso ver en esas últimas palabras una metáfora, creyendo que Goethe lo que pedía era la iluminación de la inteligencia. Pero lo cierto es que el hombre se moría y lo único que deseaba era que alguien le descorriera la cortina.
Con Madonna pasa lo mismo: su directo parece decir “¡luz! ¡más luz!”, pero donde alguien querrá ver no sé qué apología de la tecnología o cualquier concepción revolucionaria de la escenografía, en realidad lo que ocurre es que Madonna está pidiendo luz. ‘Más’ luz.
La palabra clave del concierto fue, de hecho, más. Todo grande, todo espectacular, todo a chorro. Madonna ha pensado una gira en la que hay luz por todas partes, fotones a porrillo. Madonna quiere mucho de todo, quiere un show pantagruélico, y su público también, así que nos lo dio, según me cuentan, en una versión corregida y aumentada del primer pase del 'Sticky & Sweet Tour' que hace poco menos de un año ya entretuvo con bailes y sastrería a Sevilla y Valencia.
Corregido porque se añadieron al repertorio temas clásicos como 'Holiday' o 'Dress you up', así como un remix house bastante disparado de 'Frozen'. Casi todo lo demás que asombró y entretuvo a las multitudes en la que está siendo la gira más rentable de Madonna hasta la fecha -que ya es decir- se mantuvo, a excepción de una leve y amenazante lluvia que, a dios gracias, no se atrevió a abrirse en todo su diluviano esplendor.
Mucha luz. Pantallón al fondo por el que desfiló de todo, desde una bola de caramelo al principio, deslizándose como una pelota de hierro por las cañadas de un pinball, hasta las caras de ilustres invitados en playback como Kanye West y Pharell Williams (en 'The beat goes on') o Justin Timberlake, que moviendo las caderas en un fondo de LED se marcó unos bailes en compañía de una Madonna con pasión por lo cyber en '4 minutes'; y hasta Britney Spears. Milimetrado y lujoso, casi obscenamente ampuloso y sobrecargado, el concierto fue de aquellos que aplican a la mirada y el oído lo mismo que un buen masaje a las cervicales: un placer efímero y satisfactorio, eso que en castellano coloquial llamamos 'gustirrinín'.
Las 45.000 personas que no acabaron de llenar el Estadi Olímpic de Barcelona tuvieron dos horas de masaje pop y bailaron, se dejaron las amígdalas y salieron con la sonrisa en los labios, como era lógico. Madonna sale a un escenario a entretener, no a fomentar la lectura de los evangelios gnósticos. Salvando el tercer tramo del espectáculo, en el que la ambición rubia -con extensiones y tinte color pajizo- una vez más volvió a confundir flamenco con las actrices secundarias de 'Bienvenido Mr. Marshall' y otras películas de aquel programa de José Manuel Parada. Había que torcer la mirada cuando sonaron 'Spanish lesson', 'Doli doli' y todo ese gazpacho de elementos árabes, zíngaros, sefarditas y una horrorosa 'gipsy guitar', que es como los americanos llaman a la guitarra flamenca tocada por un mal aficionado. “Esto es un bajonazo total”, me dice Javi, el amigo que me llevó a ver a ‘Madi’. Y como lo fue, lo pongo. Eso sí, lo que hizo con 'La isla bonita' fue aún peor.
De todos modos, si el espectáculo tocó fondo en ese momento, en otros tocó techo. Fueron instantes más completos, lo suficiente como para considerar el pago de la entrada como una buena inversión. Si la idea era solazarse con Madonna, la diversión aparecía en cualquier momento, sin pedirla: manaba sola. Bailarines por todas partes, cambios de vestuario en cada canción -trajes de noche, cascos de robot, hábitos de monje, uniforme de baloncesto, 'look Lola Flores'; incontables-, una Madonna atlética y más fibrada que nunca -sus 51 años son de goma cuando para el resto serían de achaques e indicios de ciática-, vestida como una diosa perversa del lado oscuro de la ciudad.
La primera parte fue de tono R&B y trasfondo sexual, entre gasas y lencería cara, boys de smoking y ciertos pasajes sadomaso, con ella apareciendo sentada en un trono, con una vara de fustigar y los compases de 'Candy shop' como vibrante arranque de un concierto que tuvo su primer momento caliente con 'Vogue'. Antes de eso, hasta había hecho pasear un Cadillac por el escenario. Madonna no se privó de nada.
La segunda parte fue la más interesante, aquélla en la que rindió homenaje a sus años mozos y dorados, los del primer disco, cuando era aquella joven de ropa atrevida que fumaba negro y escupía por el colmillo y que se paseaba como una especie de Lolita con chupa de cuero por las discotecas del Downtown neoyorquino. Apareció un DJ en escena, ella correteaba en shorts saltando a la comba, juvenil al ritmo de 'Into the groove' y 'Holiday' -en este momento, un bailarín caracterizado como Michael Jackson, con calcetines de diamantes, voto a bríos de tal manera que pareciera que él hubiera resucitado de entre los difuntos-, incrementando el tempo para hacerlo estallar en el momentazo discotequero de 'Music'.
Luego vino la parte en la que se le atragantaron Andalucía y Transilvania, y al final aquella en la que le dio el toque final, maestro, esplendoroso, a un concierto que valdrá la pena recordar. El cuarto tramo fue el más espectacular. Salió Justin Timberlake en pantalla, pero también salió la brillante idea de rescatar 'Like a prayer', no en su versión original, sino en un mash up con 'Don't you want me' de Félix, mítico himno hard house de la década anterior. Fue el tramo en el que sonaron 'Frozen' con furibundo bombo, y un 'Ray of light' que preparó el sprint final, épico y con bacanal de bailarines de 'Give it 2 me'.
Si todos los espectáculos de masas fueran así, quizá la gente no fuera más rica, o más guapa, o más sana, como Madonna (qué bien se cuida y qué bíceps tiene), pero seguro que sería más feliz. Ya en el taxi de vuelta a casa, recibo un SMS, “me lo he pasado chocho”. Y felices fuimos durante dos horas.
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