“LOS GRANDES ESTADOS SE parecen más a un superpetrolero que a una lancha motora. Si quieres cambiar de rumbo, tienes que ir despacio”. Esta metáfora, formulada por Barack Obama el pasado 7 de abril, define a la perfección la forma en la que ha encarado sus primeros 100 días como presidente: sin radicalismos pero con el timón firme en dirección opuesta a la de su predecesor.
Obama será juzgado sobre todo por la evolución de la crisis económica, y de ésta depende que el demócrata pueda impulsar su ambiciosa agenda social. Es pronto para saber si sus planes rendirán frutos, pero las bases puestas están: un estímulo de 787.000 millones de dólares que incluye rebajas fiscales para las clases medias y grandes inversiones en infraestructuras, un plan para limpiar la banca de activos tóxicos y otro para que nueve millones de familias puedan renegociar sus hipotecas. Y como colofón, un presupuesto de 3,6 billones de dólares que incrementa las asignaciones de salud pública y los impuestos a las grandes fortunas.
Además, y frente a todo pronóstico, Obama no se ha centrado sólo en la economía. Se ha involucrado personalmente en los más diversos ámbitos y en todos ellos se comprueba el giro emprendido por la gran potencia. Ya en su primer día como presidente suspendió los tribunales militares de Guantánamo, y prometió cerrar las ominosas prisiones de la base en un año. Dos días después, prohibió las cárceles secretas de la CIA y las prácticas de tortura en los interrogatorios. Ha hecho públicos los informes de la anterior Administración que admitían esas prácticas. Ha levantado el veto a la investigación con células madre de embriones humanos. Ha anunciado limitaciones a la emisión de gases de efecto invernadero. Ha puesto un calendario a la salida de Irak, enviando 17.000 soldados más a Afganistán. Ha emprendido una nueva diplomacia abierta al diálogo, como demuestran sus acercamientos a Cuba o Irán y su propuesta de desarme a Rusia. Nadie espera que los Castro reviertan de la noche a la mañana su proceder de los últimos 50 años o que Ahmadineyad ponga fin al programa nuclear sintiéndose seducidos por esa política mano extendida. Pero al menos éstos y otros gobernantes no podrán atribuir a la prepotencia y el unilateralismo norteamericanos la razón de todos sus males.
Lo que atempera este cambio de rumbo es que Obama ha demostrado en todo momento ser un líder pragmático, dispuesto a escuchar a todos antes de tomar una decisión y de incorporar diversos pareceres al resultado final. Prueba de ello es por ejemplo que optó por una retirada escalonada de Irak que culminará a finales de 2011 pese a la decepción de muchos demócratas. O su oposición a crear una comisión de la verdad que someta al escarnio público a la Administración Bush por permitir las torturas. Si no ha logrado hasta ahora convertirse en el líder bipartidista que prometió ser se debe más a una estrategia de confrontación de los republicanos que a la radicalización del presidente. Prueba de ello es que Obama mantiene un índice de popularidad del 65%.
Lo esencial del balance de los primeros 100 días no son tanto los resultados, que están por venir, sino las herramientas y el carácter que demuestra tener el presidente para afrontar el resto de su mandato. Pocos recuerdan las 15 leyes que Franklin D. Roosevelt logró que aprobara el Congreso en sus primeros 103 días, alguna de ellas un fiasco, pero sí que con su amplia iniciativa demostró ser un líder diligente, dispuesto a innovar y a extender el poder del gobierno federal. En estos tres meses, Obama ha sabido transmitir seguridad y confianza a los estadounidenses y a la opinión pública global sin caer en ese optimismo simplista que nos es tan conocido por estos pagos. Ha demostrado ser capaz de tomar decisiones coherentes con unos principios pero no cegadas por el partidismo. Y encima ha logrado que todo ello parezca fácil. No parece un mal capitán para esta singladura.
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