
Solo en su expresión corporal se detectó una real voluntad de acercamiento. Lo demás fue una oportunidad perdida de acortar la distancia gobernante-gobernado, un agujero real en la democracia española. Lo del precio del café en su primer paso por el programa (“ochenta céntimos, aproximadamente”) se repitió en esta segunda ocasión. Ante lo concreto, el presidente se refugiaba en el discurso prefabricado. Entonces se percibía en el rostro del preguntante como éste se iba desentendiendo de la respuesta, incluso después de haber utilizado el recurso de la repregunta que, según Lorenzo Milá, el moderador, los participantes utilizaron con eficacia.
Ellos, sí, pero a Zapatero no le sirvió para ponerse al nivel de quien le preguntaba. Ni para responder a cuestiones tan concretas como el umbral de la existencia de un ser humano (le pudo el miedo a las urnas), los ingresos por exportación de armas (¿desconocimiento del dato o resistencia a enfrentarse a las propias contradicciones?), su mayor error (lo que quedó es que en esta legislatura, uy, no ha cometido ninguno) o la razón de que los famosos 400 euros de rebaja fiscal puedan afectar a un banquero y no a un parado.
“No se me vaya usted por las ramas”, se atrevió a decirle una de las participantes. En esa clave transcurrió el programa. Irse por la tangente: “Cuando una persona desvía el sentido de su discurso para no afrontar ciertos problemas o inconvenientes: porque no puede solucionarlos o no desea comprometerse”, leo en un manual sobre frases hechas de la lengua castellana.
Ni es nuevo ni afecta solo a Zapatero. En realidad afecta cada vez más al modelo. El mal es la impostura, propia del actor, propia del político. Ambos profesionales están obligados a escenificar, representar, actuar. Es decir, a desdoblarse, a ocultar su verdadera personalidad para adoptar la que conviene. Así logra el actor el acercamiento a su público. Y así logra el gobernante todo lo contrario.
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