“VAN A POR MÍ”, dice Esperanza Aguirre. Puede ser. Vale como hipótesis o como procesamiento de intenciones ajenas en el ámbito de las relaciones de poder. En justa simetría, también como procesamiento de intenciones ajenas, las suyas en este caso, cualquiera podría asegurar con fundamento desde el bando marianista que Esperanza Aguirre va hace tiempo a por Mariano Rajoy ¿O no? En cualquier caso, el diagnóstico de la presidenta madrileña y aspirante no formalizada al liderazgo nacional del PP es irrelevante en lo judicial pero habitual en términos políticos. Mejor mantenerse en esos términos mientras no se acaben de decantar los procedimientos judiciales que ya se han abierto por denuncia de los afectados en la trama de espionaje desvelada por el diario El País.
El clarinazo de la presidenta, en el papel de víctima -a efectos políticos, insisto-, incluye una exigencia de transparencia. “Soy la primera interesada en que esto se aclare”, dice. Amén. Ahora tiene que demostrarlo. De momento, va por mal camino. No lo demuestra si ella o su gente se sienten molestos, agraviados o desamparados -eso dicen- porque el presidente nacional del partido, Mariano Rajoy, haya decidido abrir una investigación interna para descifrar la trastienda del Watergate madrileño. Esa decisión “carece de base”, decía este martes el portavoz del PP en la Asamblea de Madrid, David Pérez.
A ver si el súbito hallazgo de la presidenta ("¡Vienen a por mí!") se convierte en la coartada para eludir su obligación de impedir las conductas irregulares que puedan producirse en sus ámbitos de responsabilidad institucional y orgánica. Sobre todo el institucional, que se asienta sobre un mandato de los ciudadanos legítimamente otorgado en las urnas y, por tanto, ha de sobreponerse al vínculo con los militantes del PP. O con sus dirigentes. Si es que ese vínculo aún está vivo, más allá de las apelaciones rituales a la unidad del partido.
Dicho sea por reflejar la rápida difusión del “Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros” en los interiores del PP. El lema, que va de boca en boca como un precursor del daño que está sufriendo la imagen del partido, es de triste recuerdo para quienes vivieron la descomposición de la UCD de Suárez a principios de los ochenta. En todas partes cuecen habas. Que le pregunten a Rafael Simancas, o al propio Zapatero, por el carajal de los socialistas madrileños -así lo bautizó Mariano Rajoy- en la primavera de 2003 (caso Tamayo y Sáez). Quien también puede dar una conferencia sobre pleitos de familia es José Borrell, por la experiencia acumulada cuando aspiraba a Moncloa como realquilado de Almunia en Ferraz (sede central del PSOE). “Van a por mí”, decía Borrell cuando a principios del 97, si mal no recuerdo, estalló lo del “agujero fiscal” (Huguet, Aguiar y los líos de la Agencia Tributaria, ¿recuerdan?). Y, efectivamente, los suyos se lo acabaron llevando por delante.
Lo del Watergate del PP madrileño se parece cada vez más a una reyerta de familia. En términos políticos, reitero, pues lo judicial va por otro lado. A medida que se van conociendo detalles escabrosos, y cómo éstos se acaban convirtiendo en objetos arrojadizos entre marianistas y aguirristas, empiezan a cobrar sentido ciertas confidencias que se difundieron en las cuarenta y ocho horas siguientes a la celebración de las últimas elecciones generales, cuando Mariano Rajoy formó criterio sobre la necesidad de continuar al frente del PP por evitar una alternativa poco recomendable.
Pero esa es otra historia que, si le fuerzan, Mariano Rajoy puede contar en cualquier momento, ahora que han caído muchas caretas y que ha vuelto a comprobar cómo se las gastan los defensores de la causa de Esperanza Aguirre. Lo último es referirse impunemente a la "cheka" de Rajoy. Muy fuerte, oiga.
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