SEGÚN LA DOCTRINA OFICIAL de la Iglesia, un diputado que apoye la Ley de Interrupción del Embarazo, que continúa su tramitación parlamentaria en el Senado, no podrá recibir la Sagrada Comunión. La Conferencia Episcopal Española lo recuerda en un reciente comunicado de respuesta a José Bono. Los obispos se limitan a aplicar esa doctrina, “válida en todo el mundo para cualquier católico” –dice el comunicado-, al caso del presidente del Congreso, por reconocer públicamente su voto favorable al proyecto de ley sin dejar de comulgar.
Así planteado, tanto por los obispos como por el propio Bono, que no renuncia a su condición de católico a pesar de las admoniciones de los obispos, estaríamos ante un conflicto de orden interno en la Iglesia Católica. De modo que ahí debería empezar y terminar la polémica, dentro del perímetro propio de una organización religiosa de adhesión voluntaria, cuyas reglas han sido transgredidas.
Pero la cuestión desborda sobradamente los límites de un desencuentro entre la jerarquía católica y uno de sus fieles que, además de ser “incoherente con su propia fe” –vuelvo a leer en el comunicado de los obispos-, está cometiendo un acto de desobediencia. Si sólo fuera un problema entre Bono y su obispo, en el estricto ámbito religioso, nos estaríamos metiendo donde no nos llaman quienes respetamos ese ámbito aunque vivamos al margen del mismo.
No es el caso. No lo es en tanto don José Bono, al margen de su condición de católico, tiene asumidas graves obligaciones civiles en la gestión de los intereses generales. Nada menos que como titular de una de las primeras magistraturas del Estado. Y tampoco es el caso si los propios obispos desbordan el ámbito religioso y apelan a la razón. “Nadie que se atenga a los imperativos de la recta razón puede dar su apoyo a esta ley”, dice el comunicado de réplica a las declaraciones en las que Bono aseguraba haber comulgado a pesar de apoyar la reforma de la vigente Ley del Aborto.
Todos podemos entrar en la polémica si ésta se sitúa en los dominios de la razón, como fuente del conocimiento, y no exclusivamente en los de la Revelación, como fuente de la Fe. Porque la razón no reconoce fronteras políticas ni religiosas. Por tanto, ni obispos ni gobernantes son quiénes para dictaminar sobre la “rectitud” en el uso de una facultad que nos diferencia de los animales.
Si los obispos nos invitan a razonar, razonemos. Empezando por rechazar el tramposo dilema de estar a favor o en contra del aborto como si se estuviera a favor o en contra de la vida. Sobre ese falso dilema se basa el planteamiento de los obispos y de quienes caracterizan a Zapatero como un defensor de la “cultura de la muerte”.
Es perfectamente razonable estar a favor de la vida (de nacidos y no nacidos), apostando por crear las condiciones para que ninguna mujer tenga que abortar. Pero al mismo tiempo se puede estar a favor de crear las condiciones jurídicas y asistenciales para que la interrupción de un embarazo no deseado, si a pesar de todo éste se produce, se lleve a cabo del modo menos traumático posible ¿Quién puede ver vulnerados los imperativos de la recta razón en este planteamiento?
Si la Conferencia Episcopal apela a la razón, razonemos todos. No solo los católicos, como Bono, que pueden ser excomulgados si insisten en apartarse de la doctrina. Aunque debería saber la Jerarquía Católica que el uso de la razón pone en evidencia lo que ella misma califica de “coherencia de los católicos con su propia fe”. Se arriesga, por ejemplo, a que mucha gente se pregunte por qué no puede recibir la Comunión quien apoya la Ley del Aborto y sí puede impartirla un obispo pederasta. O por qué es más grave interrumpir un embarazo que violar a un niño.
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