Asimismo se constata la brecha entre el llamado crecimiento económico y su repercusión beneficiosa en el plano de lo social. Un dato: durante los años de bonanza en la economía española -1995, 2005- el salario medio cayó un 5%. Son los nuevos working poors, que incluyen pero exceden a la clase obrera: cajeras a tiempo parcial, sector servicios por temporadas, amas de casa, inmigrantes, becarios, cuidadoras, etc. conforman la fragmentación de un mercado laboral cada vez más inaccesible y desregulado.
Tampoco las nuevas tecnologías han traído como en un principio se podía presuponer, una mayor liberación del trabajo, dando lugar a un doble proceso simultáneo. Por un lado los ritmos productivos se tornan más intensivos y la jornada más sofocante, y al mismo tiempo se estrecha el margen que separa la inclusión de la exclusión social.
Tanto, que en una ciudad tan emergente y productiva como lo es Barcelona, se estima que el 10% de la población se encuentra en riesgo de exclusión social. En nuestras sociedades globales la tasa de paro se entiende cada vez menos como una etapa coyuntural, que finalmente acabe solucionándose y pasa a percibirse como una tasa estructural e inamovible, más hoy en los tiempos que corren. De esta forma se sustituye un sistema basado en el arriba y abajo, por otro de adentro o afuera, con los matices que se puedan aplicar.
Derecho laboral de 4ª generación
Pero no es mi intención plantearos el debate de una renta básica ciudadana, enfocado únicamente desde el prisma de la integración social, a modo de salvavidas para los consumidores fallidos que se caen de toda inclusión socioeconómica. Pretendo más bien mostrar una lectura desde una perspectiva laboral, como un derecho de 4ª generación acorde a los avatares contemporáneos.
En las metrópolis postfordistas la acumulación de riqueza no proviene únicamente de la producción industrial propiamente dicha, sino que acapara el conocimiento, los hábitos, la capacidad de comunicación, socialización, los afectos, etc. La vida misma es puesta a trabajar contando especialmente con sus aptitudes más genéricas y comunes, como el lenguaje por ejemplo. El sector más en alza se apoya en la reproducción de formas de vida, sensaciones, estímulos, imágenes y deseos. Incluso los mismos territorios –como Barcelona-, se publicitan a modo de marcas para fomentar su atracción y reproducción de flujos de consumo, capital e información. La mezcla de etnias, culturas, estéticas y poblaciones, enriquecen esta visión traduciendo su cooperación social en mercancía y beneficio privado.
Un ejemplo a modo de ilustración. En la capital catalana, en el antiguo barrio Chino, conocido ahora como el Raval, se ha instalado el lujoso hotel Barceló Raval. En su inauguración la subdirectora en una entrevista aseguraba que el mayor atractivo que presentaba el hotel, era “la diversidad de culturas que se da en el barrio”, y en su web afirman que se encuentran situados en “el lugar más de moda del centro de Barcelona”.
Derecho laboral de 4ª generación
Pero no es mi intención plantearos el debate de una renta básica ciudadana, enfocado únicamente desde el prisma de la integración social, a modo de salvavidas para los consumidores fallidos que se caen de toda inclusión socioeconómica. Pretendo más bien mostrar una lectura desde una perspectiva laboral, como un derecho de 4ª generación acorde a los avatares contemporáneos.
En las metrópolis postfordistas la acumulación de riqueza no proviene únicamente de la producción industrial propiamente dicha, sino que acapara el conocimiento, los hábitos, la capacidad de comunicación, socialización, los afectos, etc. La vida misma es puesta a trabajar contando especialmente con sus aptitudes más genéricas y comunes, como el lenguaje por ejemplo. El sector más en alza se apoya en la reproducción de formas de vida, sensaciones, estímulos, imágenes y deseos. Incluso los mismos territorios –como Barcelona-, se publicitan a modo de marcas para fomentar su atracción y reproducción de flujos de consumo, capital e información. La mezcla de etnias, culturas, estéticas y poblaciones, enriquecen esta visión traduciendo su cooperación social en mercancía y beneficio privado.
Un ejemplo a modo de ilustración. En la capital catalana, en el antiguo barrio Chino, conocido ahora como el Raval, se ha instalado el lujoso hotel Barceló Raval. En su inauguración la subdirectora en una entrevista aseguraba que el mayor atractivo que presentaba el hotel, era “la diversidad de culturas que se da en el barrio”, y en su web afirman que se encuentran situados en “el lugar más de moda del centro de Barcelona”.
La idea cosmopolita que proyecta el hotel en sus folletos y los requisitos establecidos por los estudios de mercado previos que deciden la viabilidad del proyecto, son sustraídos de la producción del patrimonio común.
La interacción e innovación cotidiana de la población es valorizada como la materia prima inmaterial de la que especialmente se vale el capitalismo cognitivo. Casos similares se pueden encontrar en el barrio de Gràcia, o la Barceloneta, y así elevarse hasta la ciudad en su totalidad.
Cuesta plantearse una propuesta de este calibre si no desterramos la idea clásica que presenta el economista austriaco Joseph Schumpeter, sobre la figura del empresario emprendedor y portador de las innovaciones, así como protagonista por su rol estimulador en la inversión. Ahora en cambio ese papel es derivado del trabajo vivo, que hace de la metrópolis al completo su particular fábrica social y no centraliza a la empresa como generador de riqueza.
Si la producción incorpora las 24 horas del día, y no sólo el tiempo de empleo, ¿por qué suena tan descabellado garantizar un salario universal de la cuna a la tumba?
Hoy cuando vislumbramos el abrupto final de la etapa neoliberal, que muchos asimilaron como el paraíso pero que ahora se esconde entre bastidores y sufre de una crisis de legitimación, el salario universal se presenta como un verdadero derecho social y laboral. Responder para empezar, a todos esos parados que tanto contribuyeron a la creación de riqueza que sólo unos pocos acumularon, y de ahí continuar extendiendo la cobertura hasta alcanzar el marco universal.
Garantizar un mínimo de renta ayudaría sin lugar a dudas a paliar la pobreza en una sociedad de grandes contrastes económicos que conviven a veces en los mismos espacios. Asimismo reduciría gratamente la alienación derivada del trabajo al no vernos perseguidos por la necesidad imperiosa de tener que aceptar condiciones laborales degradantes.
¿El huevo o la gallina?
Huelga decir que el debate es mucho más amplio que lo que expongo, y me dejo por el camino muchas de sus características y problemáticas que plantea la implantación de un salario social universal. Sin duda una de ellas estriba en cómo evitar el éxodo de capitales y desinversión a modo de sabotaje por parte de los grandes intereses económicos. Por esta misma razón la aceleración del proceso constituyente debe extenderse al mayor número de regiones y países posibles, tejiendo una malla protectora que soporte los vaivenes de las dinámicas del mercado.
Cabe preguntarse cómo materializarlo en la realidad, y aquí entra la pregunta que se hacía Aurora Mínguez en un artículo que leí recientemente. El salario social puede evitar que revienten las calles, amortiguando la caída de los más vulnerables, pero si observamos los ejemplos que nos da la historia posiblemente se dé el caso a la inversa. Los derechos pocas veces son cedidos, al contrario, suelen ser conquistados.
La interacción e innovación cotidiana de la población es valorizada como la materia prima inmaterial de la que especialmente se vale el capitalismo cognitivo. Casos similares se pueden encontrar en el barrio de Gràcia, o la Barceloneta, y así elevarse hasta la ciudad en su totalidad.
Cuesta plantearse una propuesta de este calibre si no desterramos la idea clásica que presenta el economista austriaco Joseph Schumpeter, sobre la figura del empresario emprendedor y portador de las innovaciones, así como protagonista por su rol estimulador en la inversión. Ahora en cambio ese papel es derivado del trabajo vivo, que hace de la metrópolis al completo su particular fábrica social y no centraliza a la empresa como generador de riqueza.
Si la producción incorpora las 24 horas del día, y no sólo el tiempo de empleo, ¿por qué suena tan descabellado garantizar un salario universal de la cuna a la tumba?
Hoy cuando vislumbramos el abrupto final de la etapa neoliberal, que muchos asimilaron como el paraíso pero que ahora se esconde entre bastidores y sufre de una crisis de legitimación, el salario universal se presenta como un verdadero derecho social y laboral. Responder para empezar, a todos esos parados que tanto contribuyeron a la creación de riqueza que sólo unos pocos acumularon, y de ahí continuar extendiendo la cobertura hasta alcanzar el marco universal.
Garantizar un mínimo de renta ayudaría sin lugar a dudas a paliar la pobreza en una sociedad de grandes contrastes económicos que conviven a veces en los mismos espacios. Asimismo reduciría gratamente la alienación derivada del trabajo al no vernos perseguidos por la necesidad imperiosa de tener que aceptar condiciones laborales degradantes.
¿El huevo o la gallina?
Huelga decir que el debate es mucho más amplio que lo que expongo, y me dejo por el camino muchas de sus características y problemáticas que plantea la implantación de un salario social universal. Sin duda una de ellas estriba en cómo evitar el éxodo de capitales y desinversión a modo de sabotaje por parte de los grandes intereses económicos. Por esta misma razón la aceleración del proceso constituyente debe extenderse al mayor número de regiones y países posibles, tejiendo una malla protectora que soporte los vaivenes de las dinámicas del mercado.
Cabe preguntarse cómo materializarlo en la realidad, y aquí entra la pregunta que se hacía Aurora Mínguez en un artículo que leí recientemente. El salario social puede evitar que revienten las calles, amortiguando la caída de los más vulnerables, pero si observamos los ejemplos que nos da la historia posiblemente se dé el caso a la inversa. Los derechos pocas veces son cedidos, al contrario, suelen ser conquistados.
Es la eterna dialéctica entre el movimiento obrero -hoy multitudes-, y las instituciones, que parte de la ilegalidad para finalmente forzar el derecho o caer derrotado. El mundo que vivimos en constante cambio y contradicción nos da la pauta que el politólogo Francis Fukuyama se equivocaba interesadamente al afirmar, que la historia había llegado a su fin con la evolución del capitalismo al más alto nivel.
Defender la alegría como escribió Mario Benedetti, sigue siendo la opción más racional.
Defender la alegría como escribió Mario Benedetti, sigue siendo la opción más racional.
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