dijous, 21 de maig del 2009

Sufrimiento y falsedad documental

POR SUPUESTO, SE COMETIÓ un delito. Al menos uno. Y eso debe ser castigado en aplicación del Código Penal, como acaba de ocurrir. Pero el agujero negro del asunto es básicamente político. Reducir el sufrimiento de los familiares a un supuesto de ‘falsedad documental’ es una broma de muy mal gusto. No tiene ninguna gracia, aunque algunos incluso lleguen a verlo como una reparación suficiente del sufrimiento de las familias. Ni de lejos, pero así están las cosas.

En eso queda el castigo de los tribunales a quienes se ahorraron el incómodo trámite de identificar correctamente los restos de 30 soldados españoles muertos en el accidente del Yak-42 en mayo de 2003, cuando regresaban de servir a su país en Afganistán. En consecuencia, el reproche penal sólo recae en los mandos militantes, que, según la sentencia de la Audiencia Nacional, falsearon deliberadamente los documentos oficiales referidos a la identificación y traslado de los cadáveres. O sea, el general Navarro, y como cómplices el comandante Ramírez y el capitán Sáez.

Esos documentos oficializaron una lacerante mentira. Los restos colocados en 30 de los féretros que volaron desde Turquía a Torrejón no se correspondían con los nombres que figuraban en las etiquetas exteriores. Lo que inicialmente fue sospecha y luego dolorosa confirmación por parte de los familiares, se convirtió pronto en la causa de su verdadero sufrimiento, hondo e irreparable.

Hablo del brutal exterminio de la identidad del hijo, el padre, el hermano. La memoria de sus seres queridos, abolida de un plumazo. Los sentimientos más íntimos de quienes lloraban su pérdida, sacrificados a la prisa de los gobernantes de turno, deseosos de liquidar el engorroso asunto en la ampulosa solemnidad de unos funerales apresurados.

Pero no fue el general Navarro ni sus dos cómplices en el delito de falsedad documental quienes decidieron liquidar el asunto con un funeral apresurado. Espero que nadie reclame una argumentación suplementaria para demostrarlo. No hace ninguna falta. Bastaría invocar el principio de obediencia debida, que es un dogma en el funcionamiento de las Fuerzas Armadas.

Es posible que, desde un punto de vista técnico, en este tipo de delitos sólo se sienta en el banquillo a quien lo comete en primera persona. Los abajo firmantes en este caso. Sin embargo, y a la luz del mencionado principio de obediencia debida, es palmario que los inductores pertenecen al estamento político y no al militar. Hubiera sido la primera vez que en asunto tan grave se hubiera producido un apagón en el poder civil para dejar que las decisiones las tomasen unos militares de segundo o tercer nivel en la cadena de mando.

Ni la firma de Federico Trillo ni la de José María Aznar, entonces ministro de Defensa y presidente del Gobierno, respectivamente, aparecen en el soporte documental de la identificación y traslado de los 62 féretros. Pero hasta las piedras saben que fueron ellos quienes decidieron la celebración del funeral televisado apenas 48 horas después de producirse la catástrofe. Una decisión política que, naturalmente, no podía quedarse a expensas de ciertas tareas de menor cuantía. Tales como el mayor o menor acierto en la identificación de restos. Con un recurrente sellado de los féretros y, por supuesto, la palabra de nuestros forenses contra la de los turcos, todo arreglado. Siempre en nombre de la obediencia debida, claro.

Pero no contaron con la dignidad herida de los familiares, que aquí y ahora cuentan con la solidaridad y el respeto de todos los españoles. Por luchar para enseñarnos que hay cosas que están por encima de los intereses políticos del gobernante de turno y por encima de la obediencia debida.

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